miércoles, 19 de diciembre de 2012

Hace tiempo de aquella noche, en un parque, un grupo de amigos cenábamos y compartíamos ilusiones. Me dieron a probar una crema gelatinosa de color indefinido, dulce, en principio poco aromático, pero después de pasearse por el paladar, al fondo venía, aquel olor del tocador de mi madre, aroma de rosas.

Nunca fueron mis flores favoritas, aunque en algún momento las perdoné, a las rosas por ese color aterciopelado tan... rosa. Y parece que he evolucionado, que me han  pasado algunos aromas por encima y si, reconozco que me gustan las rosas, perro y cínico mundo, sobre todo las de ese color, rosa, aunque también las que son entre naranja y amarillas, pequeñitas, mmmm. Podrian regalarme una por cada dia que me he perdido sin disfrutarlas y disfrutaría de tan suave aroma, y por qué no, también de algun pinchazo.

Mis antecesoras hacían mermelada de lo que había en verano. En aquel acto heróico de guardar los aromas (otra vez), los sabores y tactos del verano para disfrutarlo en tiempos de frío. Qué bueno es el melocotón y la pera en almibar en invierno, y qué placer la mermelada de tomate en un bocadillo de queso junto a la estufa, qué placeres más poco pretenciosos y qué dulces, qué sabrosos...
Pero yo también disfrutaba de lo lindo de estas labores, preparar confituras y conservas en verano era una de mis actividades favoritas desde siempre, bueno, desde que no me acuerdo cuando.

Ahora hago mermeladas, no de rosas, pero tampoco no sólo en verano. Por ejemplo hoy he ido a la plaza y estamos en diciembre. He encontrado mandarinas y es lo que pienso hacer mañana, mermelada de mandarina. En esta etapa de no rechazar ninguna flor, ningún aroma, encuentro que hacer mermelada con estos frios es un placer  de extrema necesidad.